sábado, 1 de julio de 2017

Frente al puerto

Disculpe, quien avisa, no traiciona y yo le aviso que estamos a instantes que se manifieste todo el amor en mí, y no digo esto con doble sentido y sí; se lo digo desde el vestigio de inocencia que creemos tener, aunque haya en quienes en realidad impere, pero tristemente se entregaron a esa rara epidemia que llaman crecer.

Esa inocencia de antes que caiga la noche, termine el noticiero y unos niños se nieguen a la sugerencia y petición y se lleven la mano a los ojos y crean que triunfan porque de manera intermitente separan los dedos y cambian para siempre sus pensamientos.

Algo tan simple, como Gloria y Uriel, ser esos siameses que muchos/muchas somos en la temprana juventud, dos cuerpos que detestan alejarse y con dificultad descienden una escalera eléctrica, ella con esfuerzo echando su cabeza hacia atrás y hacia arriba para que escuche su risa, él inclinando la suya para decir te quiero; debatirse en duelo de esgrima y da en la mejilla de él una estocada sabor fresa y él marca su nariz, la de ella, con vainilla; mirarse sin tiempo encontrados en un sincronizado movimiento pendular de un par de columpios ante la furiosa mirada de una madre que espera se larguen para poder intentar calmar a sus insoportables hijos.

Era Funes a quien las páginas podían remitirle a la espuma generada por un remo y recordaba a detalle las formas de las nubes del cielo más remoto, y habrá quien a la distancia pueda remitirse porque haya destinado unos minutos para contemplar ese maravilloso cielo del Bajío teñido de pasteles durante los últimos suspiros de junio y esas formas que replican fielmente todos sus gestos y cada momento que la descubrió.

Estaba frente al jardín sentada haciéndole compañía a una vieja mesa alta en uno de los pasillos, esos de todos los tiempos y que desde siempre convencen que al pasar por ahí de madrugada dirán tantos secretos imaginen, y una piedra dará detalle de cada ocasión que fue y sonrió y se acomodaba el cabello y que el kiosco de enfrente le dijo que corriendo se le rompió un tacón, y que un día se detuvo, sujetó las presillas laterales y dio dos breves saltos para acomodarse el pantalón. Ahí bebiendo sangría y dando a una escueta audiencia cátedra de cómo hacen esa bebida, que aunque puede no ser importante, por como lo desmenuzaba parecía el futuro de la especie, porque bebía y hablaba con tanta seguridad, la misma de la clase política en campaña para seducirnos y la misma que la clase política tras conseguir su ansiado lugar usa para mandarnos bien a la mierda.

Es muy linda esa gente que algo tan simple, sin trascendencia, lo hacen parecer único; esa gente está enamorada de la vida y tiene una mente hermosa que se ríe de la ocurrencias de los hombres y las mujeres que hasta tienen canales de televisión de 24 horas de apología para las otras especies supuestamente de intelecto inferior, pero que jamás se les ve destruyendo su hogar ni cuanta atrocidad por los motivos que el lobo vio y le contó a San Francisco.

Evidentemente despreocupada del universo -esos rostros no se fingen- bailando con un niño sobre sus pies al que llevaba cual marioneta y sus acompañantes seguían los pasos, paraban instantes para avanzar sus cervezas y luego se perseguían arrojándose globos con agua. Esas personas están enamoradas de la vida, encaran situaciones que llega uno a creer que tienen 4 o 5 por día, se sumergen en el barrio y te aparecen una pieza de pan de una panadería que cualquiera creería que es nueva, pero lleva toda la vida ahí, y ella no es cualquiera; la pieza comienza a vencerse, amenaza con dejar su título de "la" y adoptar el de "las" porque la lluvia cayó de golpe, está invadiendo cada porción de ciudad, y uno corre como si el agua diez metros adelante mojara menos, en cambio ella, y esa gente enamorada de la vida, corren calculando exitosos acuatizajes para desintegrar todos los charcos.

- ¡Pásele, pásele! ¡Hay guacamayas, tortas y tacos de carnitas - dijo el vendedor medio girando la cara para soltar el humo de su cigarrillo.
- ¿Quieres almorzar? - preguntó el tipo frenándose frente al puestito.
- Mmm... No. ¿Sabes qué sí quiero? - respondió casi inmersa en su antojo.
- Mmm... ¡No! Perdí mis poderes del Profesor Xavier.
- ¡Tarado! ¡Ja, ja, ja, ja! Limítate a preguntar qué.
- Je, je. Ok. ¿Qué?
- Calimoche.
- O sea, quieres pistear como campeona.
- No, solo un trago.
- Igual te pregunté de comer algo, no de beber.
- ¡Cierto! De comer quiero cantidades obscenas de carbohidratos.
- ¿Ya tienes el menú?
- ¡Todo listo!
- A ver...
- Hamburguesa con doble carne y chingo de tocino.
- ¿Y chingos de queso?
- ¡Obvio!
- Ok, ok. ¿Qué más?
- Pastel y malteada.
- Ajá...
- Y vemos una película.
- ¿Cuál?
- Hombre mirando al sudeste.

Su enmarcada tarde frente al puerto, en la derecha el café que no encontró más, en la izquierda un cigarrillo, en la mente un improvisado y desenfrenado jazz, y en su cabello el viento.