martes, 20 de febrero de 2018

En cualquier plaza

Debe amarse con el estómago vacío, cierto, no con la sangre procesando, sí que en algún punto convoca y toda se manda de golpe, todas las reservas se exigen y se acentúan los aleteos y ¡carajo!, no quiero estar en otro lado y no encuentro razones para siquiera pensarlo, y qué bien se siente, y qué bien coordinamos nuestro baile en la cocina, y qué bien se mira mi sonrisa junto a la tuya por tu mirada hacia la mía, y todos los leves empujones para echarme del baño que postergan la ilusión de jamás partir del magnífico paisaje que comienza en el improvisado atado de tu cabello y la toalla invita a redescubrir. Todas las veces que te escabulles hasta la primera fila de mi recital de regadera, y todas las veces que me doy cuenta y no me detengo, y soy un mago arrojando agua tibia y te ríes diciendo que no, te tomo de la mano y te subo al escenario y vamos largando tu ropa húmeda, y qué lindo que nos vemos ahora.
Llenarse de mesura y control es cobardía, es no tener imaginación; no, nosotros no, nosotros en cambio somos dos carnavales eternos ocupando la ciudad, todas las calles son nuestras, cada farol, cada lluvia y todos los barquitos que todavía hay gente que cree en perseguirlos. Nosotros nos revolcamos sobre los adoquines de cualquier plaza a fotografiar callejones o edificios, y nos levantamos y no nos sacudimos, y jugamos a atrapar todas las luciérnagas de piso, brincando y cayéndoles encima, tapándolas el tiempo necesario para abandonarlas una vez que nos haya calentado el zapato, y qué lindo nos vemos también.