miércoles, 12 de septiembre de 2018

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Cómo hablar de esta historia, de esta sensación llena de simples deseos, de esta idea de una caminata por la mañana y el televisor y una pieza de pan por la tarde, de montones de pensamientos rodeados por tantas acompañando el viento y tantos estrellándose con él. Entonces cruzamos tu mundo y el mío y nada más se moverá y somos, en el balcón entre el ritmo de las mecedoras y el descendente nivel del termo, una nueva pareja y el instante en que recién comienza.

Qué pensarás si aún no despierta la ciudad y el frío aún no pretende descansar, qué figuras ocultan mis párpados y las persigo en el aire; dos luces, las siluetas de la prisa en una, las siluetas del acercamiento se disuelven en la otra.

Es evidente, lo dicen la mano que dejó la nuca para pasarse a la quijada, lo que terminó en la boca que estaba destinado a la mejilla, las breves sonrisas y un leve empujón que una mano firme fulmina y entonces a la boca llega lo que está destinado a ella, como se refugian las personas que logran encontrarse y cagándose de risa desde el vestíbulo de un hotel miran a los coches que pasan y cómo la lluvia reagrupa los tres charcos que patearon, así se refugian en ella -en la boca- lo destinado al cuello y lo destinado a difuminarse más allá de la cintura.

Y somos, y no tenemos dimensiones de ningún tipo, y no hablaremos de recorrer distancias ni de prevalecer tiempos ni del disco de jazz a media luz para pastas, vinos y discursos, ni de promesas mirando el atardecer.

lunes, 10 de septiembre de 2018

La Casa Grande

"Es el mejor lugar donde un niño puede crecer." GILM.


Hay tantos relatos de todas las épocas: que había víboras que estaban locas, que unos niños ocultaban una nave espacial detrás de un librero, o que se asustaban a niños y niñas con que al oscurecer había que andarse con cuidado y no alejarse porque Doña Tina se les aparecería, nadie supo jamás quién fue ella o si acaso existió, algunas personas contaban que fue la anterior propietaria de aquel lugar.

De cuando esta parte de la historia estaba lleno de frutos, caballetes, vestigios de guerra, caminos infinitos, cuentos y con suerte algunos tréboles de 4 hojas.

En otra época fue residencia y punto de reunión de la familia Mendiola Turbidi, Don Luis, el padre, era patrón de algunos de sus hijos y los sábados juntaba a las nueras -esposas de sus trabajadores- con todo el chiquitiaje (hijos e hijas) que previamente había sido sentenciado a dos cosas: "¡Ni vayan a andar pidiendo nada y cuando lleguemos, ahí donde me siente, ahí los quiero a mi alrededor!", y no cumplir con las indicaciones era acto de rebeldía, de poca importancia a la vida o, más concretamente, de pendejez, para pagarles lo trabajado.

Don Luis Mendiola y su esposa Doña Cande Turbidi tuvieron 1 hija y 8 hijos: Analía, Luis, Moreno, Roberto, Alfio, Bertoldo, Gastón, Julio y Gonzalo; después también vivieron con ellos Mirtha, la hija mayor del matrimonio entre Alfio Mendiola Turbidi y Edna Basili Capistrán, y Julio Jerónimo, el segundo hijo varón de este mismo matrimonio. Los hijos Mendiola Turbidi tenían dos hábitos para su esparcimiento: la lectura e ir al Batacazzo, una cantina del barrio, a tomarse sus cervezas y/o tragos; en el caso de Analía, y por las costumbres de la época, no podía acompañar a sus hermanos, por lo que solicitaba a Alfio, el segundo del matrimonio de Alfio y Edna, fuese al mismo expendio a comprarle un par de cervezas. En otra época, posterior a ésta y previa a la de esta parte de la historia, Analía pedía a Celso, tercer hijo varón de Alfio y Edna, se presentase los sábados a primera hora para que le acompañase a realizar algunas compras en el mercado; Celso llegaba parece que desde las 7 am y emprendían el viaje, lo primero que compraban, antes que nada y primero que todo, era un jugo de naranja.

Se trataba de un terreno enorme, un mundo dentro de la ciudad, un parque de diversiones donde Don Luis tenía en una castaña un rifle calibre 22 y que alguna ocasión tomaron prestado sus hijos decidiendo probarlo en las profundidades de aquel universo, sin embargo, el agudo oído de Doña Cande que fue a su encuentro les desarmó y les hizo marchar de regreso apuntándoles como flotilla recién capturada. Esas cosas ocurrían en otra época.

De cuando esta parte de la historia si se miraba de frente ese lugar estaban, en orden de la de Mutualismo hacia la de Juan José De la Garza, la Casa Grande, el local de la Wanda, el local de Don Ches, la entrada, resguardada por un oxidado y carcomido portón, y el taller mecánico que tenía frontera con la casa de la familia Morado; el portón era la fachada de una especie de zaguán descubierto que guiaba a las entrañas de ese gigante. Justo al cruzarle, a mano derecha estaba el taller de Julio Mendiola Turbidi, a mano izquierda y a espaldas de los dominios de Wanda y Don Ches un breve techo de lámina en donde Julio estacionaba su coche parecido al batimóvil de Adam West, y un cementerio de autos por donde Peluquín se paseaba y los hijos Maca, hija de Alfio, y sus amigos utilizaban para jugar a las escondidas.

Peluquín era el perro que entonces tenía Julio. Wanda era una enorme señora, de carácter sanguinario con sus hijas Narcisa y Pochita, a quienes se los demostraba a punta de manguerazos, varillazos o poniéndoles sus manos en un comal caliente, y madre de Jacinto Emilio y Aristobal, medios hermanos que se manifestaban en cada oportunidad un odio exponencial. Don Ches siempre fue viejo y era un peluquero de cepa, solo conocía el corte militar.

A espaldas de la Casa Grande primero estaba un árbol de guayaba, después unos cuartos unidos por un solo pasillo y que en otra época fueron los dormitorios de los hijos de Don Luis y Doña Cande, y que en esta parte de la historia era la casa donde vivía Maca, su esposo y los tres hijos de ambos. Esos cuartos no abarcaban todo lo que la Casa Grande, eran quizá una tercera parte, lo que sí es que concluían en la frontera con la familia Álvarez, establecida por un muro de ladrillo al que le faltaba una pieza, espacio en el cual algún diciembre el hijo mayor de Maca detonó una paloma y salió corriendo entre su risa y la de sus dos cómplices menores. El resto de terreno de la Casa Grande que no abarcaban los cuartos estaba habitado por pasillos, jardines y un árbol de moras; después de uno de esos jardines, y en la frontera con los Álvarez, estaba la Carpintería, que era el taller de Bertoldo, frente a ella unos baños y a espaldas de ellos una pequeña vereda delimitada por una breve malla con pies de lámina que algunas veces fungió como portería de aquella cancha improvisada en donde Celso, el Capitán Furia, desparramaba a los menores hijos de su hermana Maca desprendiéndole al más pequeño algunas de sus primeras palabras: "¡Órale! ¡Que no nos gane el pinche Capitán Furia!", y por un pedazo de tronco acostado en donde el mismo hijo de Maca pasaba horas capturando caballetes porque le atraían los colores de sus lomos, y en donde probó con éxito por única ocasión el veneno que inventó para hormigas que ahí mismo, sumergido en su pasatiempo, le atacaron. El veneno no era más que un enorme vaso con agua y la tinta de un pincel disuelta en ella; básicamente inundó el hormiguero. A los pies del tronco un árbol de tamarindo.

Tanto el tamarindo como la valla de tronco, lámina y malla eran el comienzo del inexplorado resto del territorio, el Darién de ese mundo. En esa zona estaban los aparatos hechos por Julio en donde practicaba gimnasio, gimnasia, algo de atletismo, artes marciales y la bandera que es una perfecta joda para brazos y abdomen; a unos metros de eso, una noria a la cual si alguna vez encontrabas un trébol de siete hojas y se lo obsequiabas, el agua podía decirte lo que quisieras de cualquier época o enviarte a otros mundos infinitos, diluidos, extendidos, ocupados por todas las formas y todos los colores, algo como ingresar al cerebro del origen y mirar todas las aristas y un cúmulo de agujas apuntando a un mismo punto y al revés.

Después estaban las ruinas de una pileta y de la herrería taller de Don Luis y bien al final una jungla donde pocos o nadie se animaban y en donde Doña Cande aprehendió a sus hijos con el rifle, donde el segundo hijo de Maca en plena noche entró en bicicleta, cayó y se encajó un tornillo, y en donde en otra época vivió Don Cayetano -quien vendía nieve en un carretón- y su familia; y mucho antes la abuela Yadi, madre de Don Luis.

En la Casa Grande, en esta parte de la historia, vivían Doña Coco -Di Coco pa' la raza- y Marciniano su hijo de quien se decía era un genio matemático, aunque personalmente creo que era solo un reemplazo colocado por la noria y que el verdadero quiso engañarla y ésta lo convirtió en un sapo, sapo que vivía bajo un breve pasillo de concreto que nacía en la cocina de esa casa; el sapo pasaba horas merodeando ahí y siempre al final de su jornada volvía a la humedad de su refugio.

El final de los cuartos era una habitación que en otra época perteneció a Bertoldo y que en esta parte de la historia era un cuarto de acceso exclusivo para Julio. Esta pieza tenía dos entradas, ambas puertas de madera pintadas de rojo; una de ellas estaba por dentro conectada al mismo pasillo, pero bloqueada por libros; la otra estaba casi llegando al muro de ladrillo.

Siempre estará esa duda de qué ocultaba Julio ahí, tal vez magia, alquimia, o quizá algunos pergaminos como los que Melquiades obsequió a los Buendía.

Tantas veces he vuelto guiado por una señora vestida de blanco y que desconozco, ella abre la puerta roja, dentro hay otra pequeña puerta de madera color natural y cada vez que la abro, despierto; estoy convencido que cuando logre no despertar esta señora se animará a revelarme sobre todos los tantos años que vino por mí y me escapé, sabrá que no le temo, que temprano desde los fríos de noviembre la reconocí, que el trébol de siete hojas no es otra cosa que un ticket que ya sirve de muy poco, pero igual nos arrojaremos al pozo. Quizá ella sea Doña Tina.